martes, 5 de abril de 2016

¿Saben qué cae mal, demasiado mal?

Que un hombre haga la bromita de que, ajá, tenés todo el "patrocinio" para dedicarte a poner tu propio negocio, porque estás casada, y ajá, eso significa que tenés un hombre que te mantiene, o que mantiene a tu familia mientras te dedicás a soñar en tu "casitllito". Como si los logros de una mujer casada no fueran iguales de importantes o relevantes que los de un hombre.

No es la primera vez que soy objeto de esas insinuaciones. De hecho, como que estar casada fuera algún tipo de impedimento para poder sobresalir en cualquier cosa, y es que en algún momento, alguien también me comentó que mi situación laboral no es la misma que la de una mujer soltera, porque ajá, yo tengo "un marido que me puede mantener". Así.

Y bueno, esto era un tuit, pero, obvio, no me cupo la queja en 140 caracteres. Durante alrededor de tres meses he dedicado toda mi vida y energía a este proyecto, he seguido aportando, sin faltar un cinco a la parte que me corresponde como la mitad responsable de una familia, he ido a más de 6 capacitaciones, la mayoría en temas como finanzas, admisnitración, nuevos negocios, etc., las cuales me he pagado yo misma, o han salido del plan financiero de la empresa.

Así que, digamos, me siento plena, orgullosa, fuerte, capaz; pero sobre todo eso: satisfecha de todo lo logrado. Y ajá, esta era solo una espinita que me quería sacar del corazón para poder irme a dormir tranquila y en paz, como todas las noches desde hace tres meses en que mi tiempo y mi vida me pertenecen a mí, y no a ninguna burocracia estancada del siglo 20.


Hace dieciséis años

Era miércoles y piedra sobre piedra.
























El sol quemaba, el sombrerito de turista. El Mar de Galilea ya no era un cuento que contaron en la Biblia. Sonrisa sincera, pelo corto, el mar que no es mar; tranquilo y suave como no pudo haber sido el día que Jesús caminó sobre el. Un ferry llamado Lido, como el pan, sí como el pan, abriéndose camino por la mañana, con los "ohs" de los gringos, dejando atrás Tiberias con casitas blancas, olores a pescado, tristezas que estaba lejos de descubrir.

Hace diesiséis años era miércoles y poso con los brazos cruzados frente a la iglesia que fue levantada en donde Jesús dijo "Beati pauperes spiritu: quoniam ipsorum est regnum cælorum."Aunque probablemente no lo dijo así, no en latín, si no que en arameo, o vaya usté a saber en qué dioma. Una iglesia con vitrales y santos y bancas de madera, como todas las iglesias, y una negra nalgona a mi derecha buscando algo en su bolso, grande, inmenso, infinito. Una iglesia rodeada de palmeras, no palmeras de coco como las nuestras, palmeras de dátiles y cosas como esas, palmeras extrañas, creciendo entre flores rojas, jardínes inmesos donde hace dos mil años pasaron cosas. Cosas de no creer hasta ver y así para siempre creer o no.

Hace diesiséis  años era miércoles y un guía judío llamado Didier Stroz, arqueólogo polaco que hablaba ocho idiomas y era pequeño y algo calvo; nos hablaba en Capernaum con biblia en mano, cual libro de historia: Mateo y Marco y Mateo y otra vez Marco 2:1. Y debajo de una piedra, cerca de las ruinas de algunas columnas que probablemente fueron romanas, debajo, sí, allí, por allí; la supuesta casa del que fuera José, el que fuera el papá de Cristo, sí, ese mismo, el que dicen y cuentan que era carpintero. Ruinas y más ruinas y palmeras, más palmeras por todos lados.

Hace diesiséis  años era miércoles y me escondía para fumarme un cigarro detrás de la iglesia de Tabgha, las paredes eran de mármol café, café claro, envejecidas, construidas viejas como todo en Israel. Las paredes estaban extrañamente heladas, difusamente limpias, como recién levantadas. En el fondo del ala de la iglesia, debajo del altar, cubiertas con vidrio de varias pulgadas de espersor para protegerlos de los años, el deterioro y las multitudes; los mosaicos bizantinos representando el milagro de la multiplicación de los panes y los peces. Tabgha también con sus columnas. Columnas por todos lados y el frío extraño de sus paredes y platos de cerámica reproduciendo el milagro para llevar de recuerdo. Como recuerdo de ese viaje. Milagros de mentiras.

Hace diesiséis  años era miércoles y Didier contaba sus historias en el bus en inglés y después en español. Lo mismo, igualmente traducido, las mismas palabras, los mismos datos en el mismo orden y nadie más lo notaba, porque los cuarenta gringos no hablaban español y los cuatro colombianos no hablaban inglés. Y yo ponía atención en los dos idiomas y trataba de descubrir en el cuento del polaco alguna equivocación, pero nunca, no, no se equivocaba; la misma historia en inglés y en español, la misma historia dos veces narrada, dos veces escuchada. Y molinos de viento. Y árboles rosados delimitando la frontera con Siria. Otro mundo y otras guerras. Guerras extrañas y ruinas de casas. Otras tristezas, tantas. Guerras en un país tan pequeño como el nuestro. Desierto y el Golán nevado, todo en el mismo paisaje. Todo allí mismo y no.

Hace diesiséis  años era miércoles y la muerte desconocida. Miraba el atardecer de casa incendiándose desde la ventana del cuarto de hotel, el atardecer de techos con paneles solares, una ciudad de ruidos desconocidos, voces en otros idiomas, historias descoloridas.

Hace diesiséis  años era miércoles a las once de la noche en Israel y jueves en la tarde en El Salvador. El internet no era tan accesible como hoy en día. Uno hablaba por teléfono y me costó dos noches entender cómo se hablaba a El Salvador. 

Era jueves aquí y miércoles allá.

Mi papá estaba en el hospital desde cuatro días atrás.

Era jueves aquí y miércoles allá y le hable a mi hermana para preguntar por él. La tristeza es incierta, la muerte sorpresiva. Las palabras no se entienden. 

"Ay... Ayer lo enterramos". 

Eso dijo.
Hace diesiséis años.