martes, 25 de junio de 2013

Todo sigue allí, en silencio.

En mi calle había un vecino. Casi una cuadra abajo. Un viejito blanco y panzón con pelo y barba a lo santa. Según decían, -yo nunca hable con él, a excepción del día en que se ofreció a empujarme el carro si no arrancaba (sí, uno de esos tantos días)- vivió toda su vida en los Yunais y cuando se jubiló compró una casa, aquí en el "campo", aquí en su terruño querido y extrañado.

Si realmente había dos cosas de las que este señor se sentía orgulloso -eso lo sé, porque se le notaba- eran su perro y su casa.

El perro -que, para variar, no sé cómo se llama- era un aguacatero de esos que como que quiso haber sido doberman. Era pequeño, de patas pandas... Pero el señor este, su amo, siempre sostuvo que era de raza, que era puro... Como les dije, yo nunca hablé con él, pero todo mundo en la colonia contaba la historia del pedigree y linaje de este perruno. El señor se paseaba con él varias veces al día por toda la colonia, lo exhibía orgulloso, le daba de qué hablar con las personas que pasaban a su alrededor y con los demás dueños de perros...

La casa era -o es- como todas las casas de esta colonia. Iguales todas. Cada quien queriendo volverla diferente. El lo logró de alguna forma, creo. Para empezar, es la segunda a la vuelta de la esquina de la calle principal. Está en un lugar visible y privilegiado. Tiene una palmera -no palmera silvestre de cocos-, una palmera medio exótica, tirándole a de esas que dan dátiles o algo así. Tiene veraneras por alguna parte, por todas partes. Tiene morning glorys por toda la ventana. Tapando la ventana. Bajando por el jardín hacia la palmera.

Para Navidad se sentía más orgulloso de su casa. La llenaba toda de luces. Luces verdes, extrañamente.  A veces al pasar, me daba la impresión de que era como un puterío, solo que en este caso con luces verdes. Luces verdes por doquier: en la palmera-dátil, en la ventana llena de morning glorys, en los tapiales y así sucesivamente luces verdes por todos lados.

Todas las tardes sacaba una silla y se sentaba -con su chucho- a ver pasar gente.

Un día después de año nuevo ya no salió. El chucho aullaba y aullaba. Tuvieron que llamar a la policía. Al parecer el viejito se murió sentado viendo televisión. Al parecer pasó varios días allí, sin darse cuenta ya que los programas pasaban y pasaban frente a sus ojos. No hubo funeral ni entierro. Si lo hubo no nos avisaron. Supongo que todos los vecinos hubiéramos estado allí presentes, lo que le hablaron y los que nunca le hablamos. La verdad es que era un personaje en la colonia...

El perro siguió llorando muchos días adentro de la casa después que algún pariente se llevó al muerto. Hubo planes de los vecinos de meterse por el patio a rescatarlo. Que no era conveniente, dijeron los más sensatos... Luego no se volvió a oír más. El perro aguacatero que fue tratado como doberman y con cariño y como rey. Quién sabe en donde estará ahora. Quién sabe si finalmente le revelaron que no era lo que su amo le hizo creer. Quién sabe si pudo aceptarlo. Quién sabe si tendrá una acera para ver pasar la gente...

La palmera, las veraneras y las morning glorys siguieron creciendo. Han crecido tanto que han cubierto casi todo el exterior de la casa, que ahora luce desordenada, abandonada y sucia... Las luces verdes siguen colgadas en las ventanas, tapiales y en la palmera como un recuerdo casi escondido del orgullo de su dueño. Todo sigue allí, en silencio. Como en el silencio de un corazón que se detiene.

Como en el silencio de un televisor que se apaga.


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