sábado, 20 de febrero de 2016

Cuando era pequeña quería ser trapecista
















y de cómo Strauss te llena de alegría una mañana de sábado 


Cuando era pequeña quería ser trapecista. Mis padres, sorprendidos por tan tierna revelación -tenía cinco o seis años, creo-, hicieron lo más lógico posible en aquellas épocas para acercarme a mi sueño: me inscribieron en ballet en la Escuela Nacional de Danza.

Ajá

trapecista-ballet
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¿Entienden?

Al parecer sí me gustaba, pero los recuerdos más cercanos que tengo a los primeros días de ballet son sol y calor. Sí, la clase era a las dos de la tarde. Sol y calor. Y muchas niñas fufurufas con zapatos Dr. Scholls, unos de madera carísimos que servían para "subrayar" el arco del pie. Yo no necesitaba subrayar el arco, era -o es- demasiado exagerado; y aunque hubiera sido, nunca me hubiera puesto unas sandalias tan feas.

En fin. Usábamos mallas rosa y leotardo negro y mi primera maestra de ballet se llamaba Carmencita. Tenía pelo corto y un acento extraño por entonces, creo que habrá sido de algún país sudamericano o algo así y por alguna razón, a pesar de que yo era la niña más tímida y callada en la historia de la humanidad; era una de sus preferidas. La Carmencita se sentaba conmigo a platicar mientras esperaba a que llegaran por mí y a veces mi papá llegaba y me compraba mango en bolsa o minuta, pero cuando llegaba alguno de mis hermanos, no. Ellos llegaban a coquetear con las bichas de los últimos años.

El asunto es que la Carmencita me regaló un libro. Creo que el primer libro en mi vida. Era Corazón de Edmundo De Amicis. Y, bueno, creo que eso marcó mi vida, o al menos dio la inicio a una gran amistad con la lectura, las letras y los libros; y gracias a la tía que trabajaba en una librería, seguí leyendo un montón: Julio Verne, Lois May Alcott, Sir Walter Scott... Ustedes solo digan. Mi tía nos regalaba libros para todos los cumpleaños. A la tierna edad de 11 años leí María de Jorge Isaacs. Ya saben esa novela... Como de mil páginas y descripciones en hojas y hojas y hojas que nunca terminan. Y, ajá, tenía un cuaderno en donde iba anotando todas las palabras que no entendía -que eran muchas- y luego la buscaba en un diccionario. Un año después comencé con mi primer e inocente intento de novela. Riánse, sí. A esa edad decidí que me gustaba escribir.

Y veamos...

Les estoy contando todo esto, porque ahora en la mañana al levantarme e ir por mi primera taza de café, me dio un antojo de Strauss. Y con él vienen esos montones de recuerdos del ballet, del grupo de danza del colegio, en el que mi hermana y yo éramos las estrellas -claro, porque éramos baletistas de la Escuena Nacional- y bailábamos Rosas del Sur en vestiditos de tul rosado con lentejuelas en el pecho y moños altos que nos achinaban los ojos. Y recuerdos también del disco de Strauss de papá, el mismo vinyl que ahora yo tengo. Y de cómo ese papá se sentaba en la oscuridad por las noches a oír los valses y los nocturnos de Chopin y de cómo yo lo veía por un agujerito de la puerta de mi cuarto, él con los ojos cerrados y moviendo la cabeza de un lado a otro al ritmo ese de Strauss.

Strauss, querido, cuánto recuerdo feliz.
Cuánta alegría.


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