domingo, 11 de mayo de 2014

Conmemoraciones

Antes yo era una persona especial. Me sabía de memoria (todavía me los sé, esas cosas no se borran jamás) las fechas de cumpleaños de mis amigos (y hasta de mis no tan amigos) e iba por la vida siendo la primera en llamar por teléfono o pasar dejando el respectivo abrazo o regalo... Me gustaba mucho, demasiado, hacer regalos. Me gustaba hacer regalos bien pensados y comprar los papeles y listones para envolverlos yo misma. De hecho, una Navidad seleccioné por más de un mes los regalos para mis compañeros de trabajo, cada uno de esos regalos fue escogido pensando en los gustos y aficiones de cada uno de ellos. Hacía vídeos, mandaba fotos, recordaba momentos, canciones, colores. Era capaz de recordar hasta como estaba vestida cuando conocí a tal o cual persona (de hecho todavía lo recuerdo, ya les dije, esas cosas no se olvidan), qué canción sonaba, cómo estaba la temperatura de la arena cuando iba platicando con el enamoradito de los 17 años. Y así.

Como les dije: era una persona especial.


Siempre fui del tipo que le daba un poder casi mágico a los recuerdos y a los objetos, fechas, música y olores relacionados con ellos. Era del tipo que hacía referencias como "caía una lluvia suavecita", "el cielo estaba más azul que nunca", "sonaba tal canción de Leonard Cohen", "amanecía y el suelo estaba lleno de colillas de cigarros", "el día que te conocí llevaba una camiseta morada, un jeans desteñido y el pelo salvajemente suelto"... Esas cosas, saben. Esas cosas que hacen que la vida valga la pena y sea memorable.

Y entonces, cada recuerdo se volvía una conmemoración con la representación simbólica del objeto, canción, ropa o cualquier cosa que pudiera representarlo. Oh, sí, cariños, a los 17 años le pedí a mi madre que me ayudara a bordar unos pañuelos con las iniciales del enamoradito que había conocido en la playa, otra vez hice un disco con todas las canciones que habíamos intercambiado otro chero y yo y se lo regalé para un cumpleaños... Otra vez escribí a mano -sí, a mano, en un cuaderno vintage y con una plumita especial comprados ex-profeso para la ocasión- todas las cartas y "comunicaciones" que habíamos tenido con este otro tipo. Pasé casi quince días escribiendo a mano, saben, era bastante la comunicación que habíamos tenido en una relación que tuvo que terminar trágicamente a los ocho meses -lo de "trágicamente" es una exageración para darle más drama a este relato-... Y entonces, cada conmemoración, alegre o gris, se me iba llenando de canciones, objetos. Melodramas, si quieren llamarlo así.
Pero -sí, siempre tiene que haber un pero en cada historia importante-, llega un momento en que te das cuenta de que ser especial no te lleva a ninguna parte, mucho menos cuando los otros, los del otro lado, el de los pañuelos, el disco y el librito escrito a mano; no le dan el mismo valor que vos. O al que llamás por teléfono todos los años para felicitarlo por su cumpleaños ni siquiera se acuerda del tuyo... Y dice una persona que conozco, que uno no debe hacer ese tipo de cosas esperando algo de regreso, que sino, no tiene gracia. Pero vieran que después de tantos años y conmemoraciones sin sentido; uno pierde la fe en la humanidad. Después de transferirle a un objeto tanto significado y dárselo al otro para que no lo reciba con el mismo entusiasmo y pasión y entrega con el que vos lo hiciste; no tiene sentido.


Y uno deja de ser especial.

De un día a otro.

Y empieza a tirar los recuerdos por la ventana.


1 comentario:

  1. Qué lindo texto. Una vez una amiga me dijo, ante mi renuencia a deshacerme de cositas acumuladas en mi dormitorio, "Paty, los recuerdos los hacés con las personas, y no viven en las cosas. Si no sirve, botalo." Y ahora ya no acumulo tantos tickets, ni releo las cartas, o guardo folletos; pero aún cuento las anécdotas, y aún me da por escribir cartas.

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