Lo que más le llamaba la atención era que las flores color rosa que caían de aquel árbol sobre la rampa de cemento formaban una especie de manto funerario. Todos los días, todas las mañanas tenía que pasar allí, frente a la entrada principal del cementerio, en su camino de ida hacia la escuela.
Todos los días, todas las mañanas desde que había empezado la guerra, tenía que ver los pies pálidos y amoratados de los muertos que aparecían apilados cada madrugada como ejemplo silente del destino guerrillero.Mamá Toya, la abuela que ya rozaba casi los ochenta y quien lo había criado desde que la madre desapareció; le daba las miles de indicaciones al despedirlo frente a la puerta desvencijada de la casa: que no se detuviera a ver los muertos, que se persignara al pasar, que no hablara con nadie, que no contara nada de su mamá, que si alguien le preguntaba por ella que dijera que se había ido a los Estados… Y otra vez que no viera a los muertos, sino se le iba a pegar a saber qué alma en pena e iba a cargar con ella toda su vida y en sus sueños. Así que él, obediente a las recomendaciones de la Mamá Toya, sólo pasaba rápidamente, dejando atrás la alfombra de flores y su Padrenuestro que estás en los cielos…
Pero los otros niños, que obviamente no sabían de almas en pena ni tenían todas las advertencias de una abuela sabia y octogenaria, no reparaban en el daño que le hacían a sus vidas y a sus sueños, al transgredir la barda de entrada y pasar sobre la rampa y las flores para contemplar palmo a palmo a los muertos de turno.
“¡Simón el maricón!” Le gritaban desde adentro, entre risas y pedradas.
Aquel mediodía, el de su cumpleaños número once, luego de repasar sin sentido y varias veces los largos pasillos de la escuela, decidió que no quería volver a casa. No todavía. No a la Mamá Toya con delantal blanco y arrastrando los pasos, no a sus inútiles y torpes caricias, no a la sopa de frijoles con queso rayado, no a los Avesmarías y Padresnuestros, no a la tosecita seca, fugaz y melancólica. Así que haciendo uso de sus últimos diez centavos se subió a la ruta 7 que pasaba en la esquina y se alejó lo más que pudo de los muertos, el cementerio, el manto funerario, Simón el maricón y la abuela.
Casi anochecía cuando regresó a la casa. Los dos pinos de la entrada se movían suavecito, con una brisa inusual para esos días de marzo. El cielo, enrojecido por el último adiós del sol; era un basto espacio sin nubes. La puerta estaba abierta, la casa en penumbra y silencio. Tiró el bolsón sobre la mesita de madera con las sillas que hacían de comedor y de sala. No sintió el olor a frijoles, ni vio las velas encendidas frente al Sagrado Corazón de Jesús. Se dirigió a la pila a lavarse las manos anticipando los sermones de la Mamá Toya, todos los gracias a Dios me tenés a mi, sino qué fuera de vos, si a tu tata ni lo conocimos, si tu nana te dejó ahí tirado para irse detrás de a saber qué peludo guerrillero, y mirá vos te vas sin decirme ni adonde, y yo aquí encandilada, esperándote con tu sopita. Pero los sermones no llegaron. Ni los pies arrastrando los pasos. La buscó en el cuartito que compartían y la vio allí, dormida y soñando, con el brazo izquierdo doblado a un lado y la mejilla reposando sobre la mano, como almohadita –pensó- , mientras se daba la vuelta para dejarla descansar. Ya en la puerta se regresó, es que tenía un color bien raro, pálido y transparente. Se quedó parado junto a la cama, uno, dos, tres, cuatro, cinco minutos, esperando a ver si el pecho se movía. Seis, siete, ocho y más. No se movía. Se acercó y le dijo abuela, le tomó la mano como almohadita y estaba fría. Los labios púrpura y abiertos.
Al fin el reloj dio las cinco de la mañana. Salió a la calle todavía iluminada por el alumbrado eléctrico. Bordeó la calle plagada de basura y perros callejeros. Saltó la barda del cementerio y cayó suavemente sobre la rampa. Los muertos ya estaban allí, pálidos y transparentes. Caminó sobre el cemento recogiendo todas las flores que pudo y colocándolas dentro una bolsa blanca para llevarlas a casa. Antes de salir los miró otra vez, eran cuatro, sin camisa, sin zapatos, con heridas de bala donde sea, con sangre, golpes y sin alma.
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