jueves, 9 de mayo de 2013

El lunes que nunca llegó.

Para todos aquellos jóvenes veinteañeros que ahora se quejan de la paz que alcanzamos con los acuerdos, más bien dicho; de la paz que nunca alcanzamos, de la paz que ahora no existe, de las libertades que no tenemos... Tengo que decirles que tendrían que haber vivido en aquellos días para entender la diferencia de la vida que tienen ahora.

No saben lo que es vivir una verdadera guerra. No saben ni siquiera lo que es perder la libertad, incluso de leer los libros que quieran. Los que vivimos esa época perdimos tanto... Hay momentos en que creo que hasta perdimos la libertad de sentir como era debido, de ser niños normales, de no encontrarse un muerto en cada esquina, de que no te atrapara una balacera en el centro, de crecer sin miedos. Esa es la libertad que nunca tuvimos, de alguna manera aprendimos a disfrazar los sentimientos, a vivir como si eso fuera lo normal, lo cotidiano... A escuchar historias, todos los días.

Hoy pensaba en eso, porque recordé al que pudo haber sido mi primer noviecito. Se llamaba Iván. Era alto, con grandes ojos oscuros y pestañas colochas. Éramos compañeros del colegio. Él era el típico adolescente revelde, extrovertido, simpático, atleta... Con buenas notas. Todas mis amigas "babeaban" por él y, sin entender todavía por qué, él se fijó en mí.

Como es típico a esas edades tan tempranas de la vida, éramos cursis con cursilería extrema. Él me llevaba todos los días una rosa que cortaba en el jardín de alguna casa camino al colegio. Yo las des-petalaba y escribía sus iniciales sobre el pétalo encima de una página en blanco. Sí, es una hermosa técnica para la cursilería, la inicial queda grabada en el papel. Luego secaba los pétalos dentro del mismo cuaderno. Ante todas las cosas, creo que yo lo admiraba, me parecía demasiado maduro para nuestras edades. Incluso hasta tenía sus ideas políticas bien definidas.

Hubo una fiestecita, algún fin de semana. Yo llevaba mi vestido más lindo. Era celeste. Celeste con flores diminutas y tirantes mínimos. Todavía era casi una niña y mi mamá me acababa de comprar mis primeros zapatos de tacón. Sandalias beige. Los zapatos más bellos que se puedan imaginar. No pregunten más. No recuerdo más que eso. El vestido celeste y el momento en que sonó esta canción:



Tendrán que entender que en aquella época se bailaban las canciones así. Una pista de baile llena de -adolescentes, niños, jóvenes- bailando al unísino una canción como esa. Todos metidos en sus historias. Todos sin mirar a nadie. Iván y yo bailamos esa canción. Con toda la seriedad que era posible, con la seriedad del caso; no dijimos nada. Solo lo recuerdo balbuceando la canción, como tratando, con vergüenza, de cantármela al oído. Después nos fuimos a sentar por allí. Como era lo esperado, me declaró su amor... Me preguntó si quería ser su novia. Como era lo esperado yo le dije que lo iba a pensar. Así eran las cosas en ese tiempo. No era "apropiado" que una niña le dijera que sí a la primera a su "enamoradito" o, al menos, yo así lo creí.

Nunca le pude decir que sí.

El lunes no llegó. Nunca volvió. Nunca más lo volví a ver. Eran tiempos en los que un bicho mal puesto en una calle en el momento menos propicio, en medio de las sombras de la noche; era blanco fácil de ser reclutado -por la guerrilla o por los militares, daba igual-. Nunca supimos qué le pasó porque su familia nunca dijo nada. Por algunos días se murmuró que él mismo se había unido a la guerrila. Sea como sea, esa era nuestra vida. Así era.

Así que nadie que no vivió en aquella época me venga a decir de la farsa de libertad que tienen ahora, si no han desaparecido sus amigos injustamente, si no ha muerto alguien que conocen en un bombardeo, si no han tenido que esconder sus libros favoritos, si no han visto a su mamá consolando a su mejor amiga por el asesinato de su esposo. No me digan eso. Porque ustedes no entienden qué es la paz.

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